
Vivir en comunidad
I
No voy a ser muy original. Creo que coincidiré con buena parte de quienes nos formamos bajo el magisterio de Elena Barrena en afirmar que el mayor legado que recibimos fue el de incitarnos a comprender la historia como proceso. Y más concretamente como proceso de cambio, de transformación social, superando para ello, no solo los rígidos análisis de estructuras o de instituciones aparentemente inamovibles, sino también los límites autoimpuestos por la estrechez de las divisiones académicas entre épocas, particularmente entre lo «medieval» y lo «moderno». Nada más ilustrativo, ya en nuestro primer contacto con ella, que aquella asignatura de «Historia Moderna I» que nos obligaba a viajar desde la crisis del siglo XIV a los albores de la del XVII, reflexionando sobre crisis y transiciones, sobre novedades y permanencias, y a cuestionar arquetipos como el arcaísmo medieval o la radicalidad de la novedad renacentista.
En el caso de quien escribe –visto a través del tiempo y reconsiderando los temas que me han interesado y los enfoques que he trabajado– ese legado es indudable. Visible ya en la tesis doctoral que defendí, y que trataba precisamente de las transformaciones vividas por una comunidad urbana entre los siglos XIII y XVI, ha seguido presente cuando he colaborado en varios proyectos plurianuales cuyo objetivo era releer el llamado «proceso de la Modernidad»[1], y sigue siendo determinante en la elección del tema que me viene ocupando en los últimos dos o tres años y aún lo hará en los siguientes: la comunidad en el Antiguo Régimen. Precisando más, mi interés se centra en responder a la cuestión de qué significó «vivir en comunidad» entre la Baja Edad Media y la crisis del Antiguo Régimen, y cómo evolucionó eso que podemos llamar cultura comunitaria.
Elena Barrena acababa su tesis, y algunos estudios previos (1988, 1989), presentándonos la disgregación de los Valles en pequeñas comunidades ya en vías de territorialización y de señorialización, y la conversión de estas en villas. Apuntaba así al inicio de un proceso cuyas consecuencias tanto en el espacio guipuzcoano como en el conjunto del occidente europeo, hay que calificar, como mínimo, de notables. Hasta tal punto que, quienes en el siglo XIX escribieron sobre la Modernidad -la cultura y los valores de nuestro mundo contemporáneo- remarcaron que en ella rigió un paradigma «societario» frente al que habría predominado en siglos anteriores, precisamente el «comunitario».
Pero aquí estamos jugando con las palabras, puesto que estos autores del XIX estaban dando al concepto de «comunitario» un sentido que iba más allá de la existencia de unas comunidades físicas, materiales, realmente existentes. Se trataba de algo más, de una cultura, de un estilo de vida, de unas pautas que marcaron las expectativas, las relaciones sociales o los valores de toda una época, cuya influencia no se restringió a las agrupaciones humanas que pudieran caber en un concepto estricto de comunidad, sino a todas las del Antiguo Régimen, incluyendo a aquellas, más complejas, a las que solo admitiendo un uso muy flexible del término podríamos definirlas como «comunidad». Gipuzkoa, precisamente, supone un buen ejemplo. Es cierto que el proceso de constitución de pequeñas comunidades territorializadas que analizó Elena Barrema se vio desbordado inmediatemente: las villas se transformaron en auténticos señoríos colectivos sobre un espacio comarcal y el hermanamiento de las villas privilegiadas se constituyó en Provincia. Pero Provincia que pudiera ser entendida como una suerte de comunidad territorial, como la ampliación a un territorio de la lógica comunitaria que se había forjado en las pequeñas agrupaciones rurales o urbanas, porque la conciencia de constituir una comunidad con sentido propio alcanzaba ahora a los avecindados en la totalidad del espacio guipuzcoano. No se explica de otra manera la ya clásica advertencia del profesor Fernández Albaladejo cuando afirmaba, refiriéndose al siglo XVIII, que «el entramado social vasco se entiende mucho mejor en términos de comunidad que en los de sociedad» (Fernández Albaladejo, 1985: 558).
Es sobre esta idea de comunidad como cultura, como idea de sociabilidad, sobre la que venimos reflexionando en los últimos tiempos y sobre la que verán la luz próximamente algunas aportaciones. Esbozaré ahora algunas consideraciones de las que se encontrarán más datos y argumentos en las citadas publicaciones (Achón Insausti, 2023, 2024, 2025a y 2025b).
II
¿Cómo podemos abordar esta tarea? Podríamos perseguir el significado del término «comunidad» en la documentación para desde ahí penetrar en el significado de «lo comunitario». Los historiadores encerramos la realidad en conceptos y expresamos estos a través de términos, pero la operación no es siempre fácil, y el caso que aquí nos ocupa es un buen ejemplo. Es cierto que el término comunidad aparece en las fuentes documentales pero el problema es que estas no lo aplican de manera uniforme. De hecho, en muchas ocasiones se prefieren otros términos para designar a las entidades que serían susceptibles de ser conceptualizadas como comunidad: colación, parroquia, anteiglesia… y los especialistas han visto, acertadamente, que parte de su significado puede estar también bajo denominaciones como hermandad, y también en otras como universitas, república y similares. En otras ocasiones nos encontramos con que el vocablo se aplica a realidades muy concretas y que podrían ser conceptualizadas como intracomunitarias. Por ejemplo en núcleos urbanos medievales, cuando el «común» no es el conjunto sino una parte de la población, la más alejada del poder, aunque quizá la que se sienta depositaria del sentir comunitario y exija al conjunto un comportamiento adecuado a ese sentimiento. Por si fuera poco, tras la «guerra de las comunidades» el término perdió prestigio en los territorios de la Monarquía Católica y tendió a evitarse (Oliva Herrer, 2014a y b; Centenero de Arce, 2017: 135-136). De modo que, por un lado, son varios los términos, cada cual con sus matices, con los que la documentación designaba la existencia de una comunidad.
Pero, por otro, si esto ocurre con la designación de comunidades reales, aún menos podemos esperar que el término abarque el conjunto de rasgos culturales que pudieran caracterizar «lo comunitario». Así que nuestra indagación debe abrirse a nuevas conceptualizaciones. Los historiadores intentamos definir a cada grupo social en su propio contexto, en sus términos, pero ello no quiere decir que lo tengamos que hacer con sus términos. Por eso podemos proponer otros nuevos, independientemente de que aparezcan literalmente en las fuentes. Pero debe hacerse con extremo cuidado para no caer en anacronismos o en aplicar a culturas pasadas, valores o problemas que lo son del presente. El concepto que refleja el término debe ser significativo, indicativo de experiencias históricas reales y no de meras ficciones teóricas. Es en esa línea en la que hemos ido contrastando en otras obras la idoneidad de conceptos como relaciones de reciprocidad, desenclavamiento, reubicación, yo vinculado, restauración y otros como capaces de reflejar los matices de esa cultura comunitaria.
La operación parece especialmente pertinente por cuanto quienes primero intentaron conceptualizar la cultura comunitaria marcaron nuestra manera de entenderla de un modo particular, que conviene matizar. Sus primeros formuladores fueron testigos del proceso de transición del Antiguo Régimen a la Modernidad, como Chateaubriand (2018) o Tocqueville (1989), que recalcaron con tintes de nostalgia todo aquello que consideraron una pérdida. Años después, los sociólogos y antropólogos que escribieron a caballo entre los siglos XIX y XX, particularmente Tönnies y Weber, fueron quienes maduraron el análisis con la perspectiva del transcurso de un siglo y propusieron un modelo de comunidad. Pero debemos tener en cuenta que su verdadero centro de atención era su propia sociedad contemporánea y que su interés por analizar la vida comunitaria resultaba de la contraposición de esa forma de sociabilidad con su contraria, es decir, con la de vida en sociedad, e incluso de su interés por contraponer esta a toda forma afín o sospechosa de colectivismo o comunismo, como deja entrever el subtítulo de la obra de Tönnies (Tönnies, 1979). Dejaban claro que, en cuanto modelos o tipos ideales, se podían encontrar rasgos de ambos tipos de sociabilidad en el Antiguo Régimen (Weber, 1964) y en la Modernidad, pero el modelo comunitario habría prdonido claramente en el primero y el societario lo hacía en la segunda.
Es importante tener en cuenta esto para comprender que, en esencia, definieron lo comunitario, no en sí mismo, sino por su oposición a lo societario, como si fuera el «negativo» de la sociedad contemporánea, su antónimo, y que por ello lo comunitario se entendió como opresión de la libertad individual, y que la fuerza de la reciprocidad o de las obligaciones colectivas se confundieron con orden y armonía (Tönnies, 45-47, 60 y 267) (a pesar de matices como los de Weber, I, 34); de la misma manera se asoció la búsqueda de orden a una inmutabilidad en el tiempo, o mejor, a una oposición y resistencia de las comunidades hacia cualquier tipo de cambio o transformación, de manera que solo el liberal se concibió como cambio digno de ser tenido por tal (Imízcoz, 2014).
Si solo entendemos la cultura comunitaria en negativo, no podemos esgrimirla como conjunto de pautas morales que impulsaron a los varones y a las mujeres del Antiguo Régimen a actuar, a tomar decisiones o a crearse expectativas. Necesitamos definir lo comunitario en el marco de los valores y concepciones sociales de aquellos que lo vivieron y no en función de la cultura y valores propios de los siglos XX o XXI.
¿Qué es entonces lo comunitario, qué pautas y valores compartieron quienes vivieron en pequeñas comunidades rurales con quienes lo hicieron en cuerpos mucho más complejos y que pueden quedar gráficamente recogidos en ese término?
III
Intentaremos aquí concretar todo ello en algunas características esenciales. En particular, que la comunidad fue el verdaderos sujeto político y de derecho en el Antiguo Régimen, y que, quizá por ello, se percibió a sí misma como un colectivo sólidamente integrado y cruzado por vinculaciones y obligaciones recíprocas. Como se verá, de esta característica derivan otras no menos importantes. A partir de ahí, y frente a lo que invitaban a deducir los autores arriba citados, hay que matizar que las comunidades del Antiguo Régimen no se caracterizaron por la armonía o la ausencia de conflictos, sino por la manera de tratarlos; que, también frente a esa visión, las comunidades de esa época se transformaron y reencarnaron continuamente; y que, aun siendo manifiesta la prioridad de la voluntad del colectivo frente a la individual, hubo posibilidades de encuentro entre ambas en torno a la promoción de un yo vinculado.
Comenzando por la primera característica -o conjunto de características- señalada, podríamos decir que el tipo de vínculo, un vínculo «fuerte», tejido con las solidaridades, alianzas, compromisos y obligaciones horizontales y verticales propias de una cultura teñida por las relaciones de reciprocidad, que se tradujo en entramados muy «densos» (Imízcoz, 2016) y que produjo una percepción de fuerte integración interna, fue, sin duda, el rasgo más definitivo de la cultura y de la realidad comunitaria. Desde el punto de vista cultural, el de la propia percepción de los protagonistas, es importante destacar que la comunidad se concibió a sí misma desde la integración y no desde la fractura o división social, por mucho que las distancias de estatus o de condición económica entre sus miembros resulten muy notables a nuestros ojos.
La comunidad no fue ajena a la existencia de diferencias internas y de élites; de hecho, las concibió como necesarias y como parte de la comunidad. En una cultura de la reciprocidad, las élites se veían se verán reconocidas como tales en la medida en que cumplían el rol que se esperaba de ellas: protección física y espiritual, mediación con otras instancias, ayuda material en momentos de crisis, promoción de fiestas y agasajos, comportamiento honorable, etc.
Esta autopercepción integrada facilitaba que muchas normas y usos vigentes y con fuerza real en el seno de la comunidad fuesen auténticas «convenciones» (Dedieu, 2016) no escritas, auténticos «contratos callados» (Achón, 2018). Algunas de esas convenciones permanecieron siempre como tales; otras, particularmente las que implicaban a las relaciones con las corporaciones en las que se incluía o con las que se relacionaba la comunidad acabaron siendo puestas por escrito, convertidas en leyes que formaban parte de cuadernos de ordenanzas o, ya más maduras, de recopilaciones forales.
La comunidad se concebía, por tanto, como un todo integrado, algo que viene bien reflejado en el concepto de universitas y que se corresponde con otro de sus ideales fundamentales y quizá el más difícil de consolidar y mantener, el de buscar la autosuficiencia. Con la evolución producida en los siglos bajomedievales y modernos hacia la integración de las comunidades en territorios, señoríos y/o monarquías, ese ideal solo pudo mantenerse en la medida en que pudo traducirse en términos jurisdiccionales. Es decir, en la capacidad de cada comunidad de insertarse en una estructura corporativa de mayor alcance con el reconocimiento de una iurisdictio propia y de no admitir un poder superior al propio salvo el de un monarca que hubiese jurado mantener esa iurisdictio y que, frente a otros poderes señoriales, pudiese verse como un protector de la misma. El éxito o fracaso de esta operación determinó las posibilidades de fortalecimiento de muchas comunidades durante los siglos modernos o, al contrario, de una mera supervivencia sin capacidad política o incluso de su desaparición .
Si con su capacidad jurisdiccional quedaba ubicada en el plano de la política más terrenal, no debe olvidarse que estamos ante una cultura que se concibió, ante todo, en términos trascendentes, y ello obligaba a la comunidad a buscar un sentido, una identidad propia, no solo en el conjunto de una monarquía compuesta sino también, y aún más en la católica por definición, en la Cristiandad. De ahí la centralidad que, ya de desde sus orígenes, se otorgó a la parroquia como espacio emblemático de la comunidad. Un espacio que reunía a los vivos con los difuntos y en el que en los inicios de la comunidad se reunía esta a dirimir sus asuntos. También era determinante su advocación a un santo o santa concreto, asunto algo más que simbólico, como se demuestra en el hecho de que también las comunidades territoriales, las que se estructuraron como comunidad de comunidades -valga la guipuzcoana como ejemplo- también necesitasen de un santo patrón y se celebrase con entusiasmo la canonización de san Ignacio.
Un último aspecto relevante en relación a la cultura comunitaria era su relación con la cultura doméstica u oeconomica. Los sujetos de la comunidad no eran los individuos sino las casas. La Casa simbolizaba la territorialización de la comunidad en la medida en que suponía una domesticación de las relaciones de parentesco, todavía presentes aunque fuese bajo formulaciones pseudoparentales, y la comunidad doméstica era la comunidad básica, que se regía por normas propias que intentó sistematizar la doctrina oeconomica. Fue en la Casa donde los juegos, conflictivos o no, de asignación de roles manifestando la prioridad del colectivo sobre el individuo, tuvieron un impacto más notable. Y fue la Casa la que marcó la pertenencia a la comunidad; no fueron parte de ella los individuos sino las casas. Solo la adscripción a una de esas casas que constituían la comunidad otorgaba todos los derechos y obligaba a las responsabilidades que atañían a los vecinos. De lo contrario, alguien podía ser morador, pero no vecino ni considerado parte de la comunidad. La importancia de la Casa y de la cultura doméstica llegó hasta el punto de que comunidades territoriales como la guipuzcoana acabaron por presentarse y autodefinirse como una sola Casa.
Estas serían, a nuestro juicio y descritas de una manera muy somera, las características esenciales de la cultura comunitaria, de lo que significaba vivir en comunidad. Es cierto que se perciben con más pureza al analizarse en espacios «miniaturizados» (Hespanha, 1993), pero también lo es que, como cultura inspiradora y quizá adornada de una mayor complejidad, son perfectamente constatables cuando estudiamos comunidades de más amplio radio, como las urbanas o las territoriales, al modo de la guipuzcoana.
IV
Si todo lo antedicho puede ayudarnos a comprender las claves de la cultura comunitaria desde la percepción de sus protagonistas, ahora debemos retomar algunos tópicos que han marcado nuestra visión del Antiguo Régimen y contribuir a matizarlos. Después de ser analizada la cultura comunitaria en sí misma, ahora sí, puede ser el momento de preguntarnos por aquello que los protagonistas nunca se pudieron preguntar, pues se trata de cuestiones planteadas desde la distancia temporal, y su fin es el de interpretar la cultura comunitaria comparándola con otras posteriores. Contamos, además, con las muy numerosas investigaciones «micro» que en el último siglo y medio han enriquecido nuestro conocimiento científico sobre las comunidades del Antiguo Régimen.
En concreto, ello nos permite replantearnos tres cuestiones -a modo de ejemplo; en realidad podrían ser muchas más- acerca de esa interpretación de la cultura comunitaria: ¿su anhelo de orden es reflejo de una realidad armónica? ¿la prioridad hacia lo colectivo anuló toda voluntad individual? ¿su apego a la tradición y a lo inmemorial la convirtió en refractaria al cambio?
Es la primera de esas cuestiones la que más claramente queda desmentida con un contraste documental. Casi al contrario de lo que pudo pensarse, todas las investigaciones han puesto de manifiesto que las comunidades del Antiguo Régimen, desde la doméstica hasta la territorial pasando por los pequeños núcleos rurales o urbanos, estuvieron cruzadas por continuos conflictos. Sería más exacto decir que el conflicto -y ya no solo el solapado sino también el abierto- era una realidad endémica en la vida comunitaria y que el contraste de esta realidad con una cosmovisión jerárquicamente ordenada fue, seguramente, lo que produjo un anhelo, una búsqueda constante de paz y armonía, así como un contraste entre los escritos doctrinales -que proclamaban el ideal a buscar- y la realidad que deja traslucir la documentación. Creo que esto puede considerarse evidenciado en el estado actual de nuestros conocimientos científicos sobre el tema. No era la ausencia de conflictos lo que caracterizaba la vida comunitaria, sino la manera de enfrentarse a ellos. Y en esto sí jugó un papel muy relevante el anhelo y búsqueda de ese orden que se añoraba y que se tomaba como referencia por muy ideal que fuese.
La tratadística crea realidad pero muchas veces va por detrás de la misma, es decir, intenta corregir una realidad presente reorientándola hacia horizontes morales que se conciben más justos. Esto explica la distancia que, en la época que nos ocupa, encontramos entre los tratados oeconomicos, políticos y morales con la realidad cotidiana. Movidos por la doctrina católica, aquellos trabajaron por hacer de toda Casa y de toda comunidad un microcosmos regido por un ordo amoris, pero sin duda fue necesario insistir en ello porque la realidad proporcionaba no pocos ejemplos en la dirección contraria. En cualquier caso, la búsqueda de ese orden amoroso como ideal influyó, no tanto en la desaparición de los conflictos intracorporativos, como en la manera de tratarlos. Se buscaron así conciliaciones, o la intervención de árbitros y personas de prestigio y estrategias similares, que la comunidad familiar o la local ponían en práctica antes incluso de llegar a la vía judicial. El conflicto abierto, dejarse llevar por los pecados capitales, el uso arbitrario y abusivo de la fuerza, o los intentos de revertir roles sociales preestablecidos, eran considerados, según los casos, una subversión del orden, o un comportamiento inadecuado tras el que se escondía el peligro de tiranía, o un escándalo que requería una intervención para recuperar el orden perdido. En suma, para restaurar ese orden. Es esta guía moral, y no la ausencia del conflicto o del desorden, lo que caracterizó la vida comunitaria.
En cuanto a la cuestión de si el orden y la cultura comunitaria ahogaban las voluntades individuales, reparemos en que plantearlo así solo cobra sentido desde la modernidad y el endiosamiento del individuo, en ningún caso antes del XVIII. Es totalmente cierto que ese orden lo era de sujetos colectivos -ya hemos mencionado la importancia de la Casa- pero la relación individuo-comunidad no se resolvía en una dualidad irreconciliable sino en la adopción de roles y expectativas individuales que resultasen paradigmáticas para el fortalecimiento del colectivo. Pensémoslo bien: si no hubiera habido un refuerzo de la conciencia del «yo» anterior a la modernidad ¿cómo hubiera podido surgir con tal fuerza en esta lo individual, la idea de que el individuo debía convertirse en sujeto de derechos y deberes y en actor principal de la política? Nuestra hipótesis es que en los siglos anteriores se produjo un reforzamiento de la conciencia individual, pero de aquella que era compatible con una cultura comunitaria, es decir, de la que queda recogida en el concepto de «yo vinculado», de la que se adquiría y reforzaba a través del cumplimiento de una función para el colectivo, principalmente para la Casa. Es cierto que esa función no era, en principio, elegida, sino asignada y que ello propició escenarios de frecuente desencuentro hasta que en el XVIII nos encontremos ya con cierta frecuencia con negativas explícitas a cumplir roles asignados (Blanco Carrasco, 2016; Paoletti, 2022). Pero antes de eso existieron espacios de encuentro; de hecho, la tratadística los recomendaba, y recomendaba a los padres estudiar bien las condiciones de cada hijo para conducir sus caminos de manera acorde a sus vocaciones, aptitudes y preferencias, aunque sin duda lo hacía porque, otra vez, no faltaban los ejemplos de asignaciones arbitrarias.
En cualquier caso, las biografías y autobiografías de la época son una muestra perfecta del desarrollo de ese yo vinculado, pues se trata de textos que demuestran lo ejemplar de una vida que lo era precisamente por su contribución a un colectivo de referencia, ya fuese la Casa, la Provincia o la Monarquía. No faltan tampoco los textos que relatan biografías en las que sus protagonistas se devían del camino tenido por correcto, para luego rectificar y tomar conciencia de su verdadero rol, normalmente a través de momentos de iluminación mística. La biografía de san Ignacio sería paradigmática al respecto, encontrándose síntomas parecidos en lo que Miguel de Oquendo cuenta de sí mismo e incluso con matices muy particulares, en el relato de Catalina de Erauso (profundizamos en todo ello en Achón, 2025a).
Ese desarrollo de un yo vinculado previo al individualismo es la única explicación plausible para entender lo ocurrido cuando el liberalismo dejó a las comunidades sin sus bases materiales, convirtió a la Casa en casa, y los individuos se quedaron sin el colectivo primario al que referir sus aportaciones personales. Permanecieron individuos con conciencia del yo pero sin colectivo al que referirla. De manera que comenzaron a concebir sus expectativas de autorrealización, bien como ligadas a nuevos colectivos como la clase o la nación, bien como liberadas de los roles antes asignados por la comunidad -que ahora se presentan como atadura y signo de opresión- y protegidas por el anonimato de las grandes urbes.
Por último, respecto al tercer interrogante que nos planteábamos, hay que comenzar diciendo que las comunidades no fueron esencias inmutables en el tiempo. Otra cosa es que, ciñéndonos al caso que más hemos estudiado -las comunidades del espacio vasco, y aun del Cantábrico-, se observe una llamativa voluntad de perduración en torno al modelo de vida en comunidad y a su propia permanencia como comunidades autosuficientes. Esa voluntad no debe confundirse con una supuesta incapacidad para cambiar. Es verdad que su horizonte de expectativas les incitaba a la permanencia, y por eso las referencias que se estudiaban en la época eran las del Imperio Romano, por su perduración, o las de la república de Venecia, por su estabilidad. Pero la realidad es que, precisamente para permanecer, tuvieron que adaptarse permanentemente a nuevas circunstancias y contextos. No todas las comunidades lograron sobrevivir a esas transformaciones y las que lo hicieron tuvieron que adoptar nuevas pautas de comportamiento ante nuevos escenarios y problemas; en suma, sufrieron mutaciones sustanciales, a veces aunténticas metamorfosis, aunque fuera con el propósito de no alterar lo sustancial, de cambiar para no cambiar, para que su idea de comunidad fuertemente vinculada y parte de un orden trascendente permaneciese indemne.
Tres, al menos, fueron los grandes momentos de cambio y adaptación, si tomamos como modelo un caso como el guipuzcoano.
En primer lugar, las comunidades tomaron conciencia de su territorialidad casi simultáneamente a su incorporación a un orden señorial. Ello les obligó a cumplir dos expedientes fundamentales: traducir su manera de entender las claves de la vida comunitaria a términos entendibles en un lenguaje señorial y a fijarlas por escrito. Las comunidades podían sobrevivir como tales en ese entorno señorializado pero con límites; en concreto, su caída bajo el dominio de un poder señorial cercano e inmediato que exigiese dependendecias y tributos mucho más apremiantes que los que les exigían su fidelidad a una cabeza real, ahogaba sin duda sus posibilidades de seguir siendo autosuficientes. Por ello, esa «traducción» arriba mencionada consistía esencialmente en reclamar su no dependencia ni reconocimiento de un poder superior que no fuese el del rey -cosa que hicieron a través del concepto de hidalguía-, en practicar eficazmente su propia autodefensa y en ver reconocidas sus capacidades en un determinado grado de iurisdictio, pues el jurisdiccional era el verdadero idioma del poder en la era feudal. La supervivencia de las comunidades dependió del éxito de esta metamorfosis, de esta operación de adaptación y reconversión de las antiguas comunidades que ahora eran también cuerpos dotados de jurisdicción. En un caso como el guipuzcoano, el ejercicio de la autodefensa culminó con la constitución de una hermandad de comunidades, primer paso que en su momento culminará con la constitución de una comunidad territorial, institucionalizada como cuerpo de Provincia. No en último lugar, el proceso de territorialización impulsó la domesticación de las relaciones de parentesco y su reconversión hacia otro tipo de mayorías de solares (Marín, 1998) y, en última instancia, hacia la colocación de la Casa en el centro mismo de la cultura comunitaria.
En el segundo momento de cambio, durante la época de expansión transoceánica de los ss. XV-XVII, las comunidades se insertaron en estructuras corporativas de más amplio alcance, lo cual todavía hizo más relevante poner por escrito todo el conjunto de usos, normas, costumbre y privilegios que definían y sustanciaban su manera de ubicarse y de mantener su autosuficiencia en esas estructuras corporativas complejas, como la monarquía compuesta que encabezaron los Austrias. A su vez, reafirmaron el uso de las relaciones de reciprocidad, ya no solo interna sino externamente, reforzando su vinculación a la corte y a esa cabeza monárquica, en principio protectora, mientras abrazaban el catolicismo militante. También se ubicaron en el mundo y en las nuevas coordenadas de comunicación transoceánica, mientras desarrollaron su propia dentidad, local o territorial (Gruzinski, 2018: 176-180). Vincularse a la corte y salir al mundo produjo un nuevo efecto: el desenclavamiento de una parte de la población. Este desenclavamiento y la atracción de la corte y de la cultura cortesana para las élites fueron dos fenómenos, en principio extraños para la cultura comunitaria, que se desarrollaron a partir del XVI como fórmula de adaptación y refuerzo de la comunidad, aunque sabemos que, por contra, en el XVIII fueron claves en su fractura (profundizamos en todo ello en Achón, 2019). Otro fenómeno propio de este segundo momento transformador fue la resignificación del concepto de hidalguía. En sus inicios fue, posiblemente, poco más que la traducción a un lenguaje señorial de una situación de no dependencia, y durante el final del período medieval se convirtió en un argumento frente a las pretensiones de los parientes mayores de monopolizar la condición nobiliaria en la provincia. Pero, a partir de la expansión oceánica y de la constitución de una Monarquía compuesta y de carácter universal como la Católica, el concepto, ya territorializado, dejó de utilizarse hacia dentro para esgrimirse hacia fuera, convirtiéndose en un arma eficaz para posicionar ventajosamente a los guipuzcoanos en la sociedad estamental y al cuerpo provincial en la Monarquía Católica (Imízcoz, 2019).
En el tercero, ya en la transición del XVIII al XIX, la llegada de la modernidad liberal dejó a las comunidades sin sus bases materiales: la Casa se trnasformó en casa despolitizada, desaparecieron las propiedades vinculadas, y se protegió al individuo y a la propiedad privada. La cultura comunitaria fue sustituida, mayoritariamente, por la societaria, y quedó reducida al mundo de la rusticidad. Pero, aun sin sus bases materiales, la idea se reencarnó y se mitificó, convirtiéndose en ideología crítica con la modernidad y que añoraba un pasado que se concebía como Edad de oro perdida. La cultura comunitaria se transformó en idea, o mejor en ideología -conservadora e incluso reaccionaria- que propuso el mantenimiento (o resurrección) de un orden social vinculado, jerarquizado y de inspiración trascendente, frente a los modelos que defendían la libertad y los derechos individuales o frente a los que buscaban la igualdad mediante la promoción de la conciencia y la lucha de clases. No en último lugar, muchos autores vieron en la nación una adaptación a la modernidad del ideal de comunidad fuertemente tejida en torno a vínculos, solidaridades y obligaciones compartidas, y fundada en ideas y valores, si no ya de índole religiosa, sí capaces de trascender la mera voluntad individual.
V
Las transformaciones a las que hemos aludido en el capítulo anterior nos invitan a cerrar esta pequeña contribución con una reflexión final. A finales del XVIII, quienes vivían en entornos fuertemente comunitarios podían percibirse como partícipes de una cultura que perduraba a través de los siglos. Podían sentir que las características fundamentales de esa cultura comunitaria -el sentido trascendente, las vinculaciones y solidaridades, los entramados sociales densos, las obligaciones recíprocas, la primacía del colectivo, la autosuficiencia, la base oeconomica, la hidalguía en un entorno estamental- eran poco menos que inmemoriales. Y que en su origen remoto esas características se presentaron tal y como seguían presentándose en el XVIII. No deja de ser curioso que el liberalismo en ascenso asumiese esa misma visión, aunque fuera para criticarla y oponerse a ella. A fuerza de asimilar todo cambio únicamente al que conducía al individuo, a la burguesía, al Estado-Nación, a la Revolución Industrial o al Capitalismo, convirtió a todo el período anterior en insensible al cambio, en inamovible, con algún excepción como la del renacimiento florentino, condenada en cualquier caso a un inevitable retroceso con las Guerras de Religión.
Si en lugar de observar la cultura comunitaria desde las luchas y oposiciones del XIX lo hacemos desde la lógica de los protagonistas de cada momento histórico, nos damos cuenta de que si las características arriba mencionadas pudieron viajar en el tiempo y producir esa percepción de perduración y hasta de inmovilismo lo fue gracias a su propia capacidad de adaptarse y de transformarse. De manera que el concepto de hidalguía cambió sustancialmente a lo largo del tiempo, de la misma manera que las condiciones para la autosuficiencia en una villa medieval tienen poco que ver con las de la Provincia ya regida por unos Fueros escritos, que las brechas abiertas por el individualismo eran ya muy sensibles en la vida comunitaria que describe, por ejemplo, un Larramendi, o que las fidelidades y lealtades que se derivaban de la cultura de la reciprocidad habían cambiado sustancialmente entre las esperables en la época de los Trastámaras y en la de los Borbones. Podían incluso permanecer los términos, pero no tanto las realidades que estos expresaban. En conclusión, no comprenderemos qué significó para sus protagonistas vivir en comunidad si no atendemos a las continuas adaptaciones y transformaciones que experimentó ese significado.
Nada de esto debe extrañar. Al contrario, parece lo lógico si, como nos enseñó Elena Barrena, empezamos por entender que toda historia es proceso y toda Historia su interpretación.
José Angel Achón Insausti
Universidad de Deusto
Bibliografía citada
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[1]El último, el titulado «Disrupciones y continuidades en el proceso de la modernidad, siglos XVI-XIX. Un análisis pluridisciplinar (Historia, Arte, Literatura)» PID2020-114496RB-I00.